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El álgebra de la 'justicia infinita'
ARUNDHATI ROY, The Guardian (Londres), Setiembro 29, 2001


Muy lejos de las tesis de Oriana Fallaci, la también escritora Arundhati Roy (Kerala, India, 1961) pide a los estadounidenses que reflexionen sobre las políticas exteriores de sus sucesivos gobiernos y a Bush que no caiga en la fácil trampa de la venganza. Un solo libro, El dios de las pequeñas cosas, que fue un fenómeno internacional, traducido a 36 idiomas, y con el que ganó el Booker Prize en 1998, ha situado a Arundhati Roy a la cabeza de la narrativa india contemporánea. Pero su compromiso va más allá de la literatura. Ecóloga y pacifista ha sido detenida en su país en varias ocasiones por manifestarse en defensa del medio ambiente y en contra de las pruebas nucleares llevadas a cabo por la India en mayo de 1998, y que dio lugar al ensayo El final de la imaginación, un feroz y contundente alegato contra la utilización de la energía atómica con fines bélicos.


Arundhati Roy: El álgebra de la 'justicia infinita'

Días después de aquellos ataques suicidas, carentes de la menor conciencia, del 11 de septiembre contra el Pentágono y el World Trade Center, un comentarista americano decía en televisión: «Rara vez se habían manifestado el Bien y el Mal tan claramente como lo hicieron el pasado martes. Gente totalmente desconocida para nosotros masacraba a mucha gente a la que sí conocíamos. Y lo hicieron con un gran júbilo por su parte». A continuación, se vino abajo y rompió a llorar.

Y aquí está el problema: América está en guerra contra una gente a la que no conoce porque no aparece mucho en la televisión. Antes de haber identificado debidamente a su enemigo o, incluso, antes de haber empezado a comprender la auténtica naturaleza del mismo, el Gobierno norteamericano se ha embarcado en una apresurada campaña de publicidad y de retórica desconcertante, todo ello complementado con una «coalición internacional contra el terror» y con la movilización de su ejército, de su fuerza aérea, de su armada y de los medios de comunicación, comprometiéndolos a todos para ir a la guerra. El problema es que, cuando América se va fuera decidida a hacer una guerra, nunca se vuelve a casa sin haber librado alguna. Si no encuentra al enemigo, tendrá que fabricárselo para, así, no verse obligado a volver a su país con sus chicos totalmente decepcionados y enfurecidos. Una vez que comience la guerra, ya se producirán por sí mismos su momento, su lógica y su justificación, mientras que nosotros, como primera instancia, perderemos la visión sobre las razones por las que se está combatiendo.

Lo que aquí y ahora estamos todos presenciando es el espectáculo que está dando la mayor potencia del mundo tratando, tan reflexiva como iracundamente, de hallar algún viejo instinto que le sirva para librar una guerra de unas características absolutamente nuevas. De repente, cuando trata de defenderse a sí misma, América se encuentra con que sus navíos de guerra, sus misiles de crucero y sus cazas F-16 parecen haberse quedado obsoletos, ser algo inútil y pesado. Como elemento de disuasión, todo su arsenal de bombas nucleares ya no vale más de su peso como chatarra. Los abrelatas, las navajas y una fría cólera serán, a partir de ahora, las armas con las que se librarán todas las guerras del nuevo siglo. La cólera es la clave. Se filtra por los controles aduaneros pasando totalmente desapercibida. Nunca aparece durante los registros de equipajes.

«¿POR QUE NOS ODIAN?»

¿Contra quién está luchando América? El día 20 de septiembre, el FBI afirmaba tener dudas sobre la identidad de algunos de los secuestradores aéreos. Ese mismo día, el presidente George W. Bush aseguraba: «Conocemos exactamente qué gobiernos apoyan a estos individuos». Aquello sonaba como si el presidente supiera algo que tanto el FBI como la opinión pública americana desconocían por completo.

Durante el discurso que dirigió al Congreso el 20 de septiembre, el presidente Bush llamaba a los enemigos de América «enemigos de la libertad». «Los americanos se están preguntando: ¿Por qué nos odian?», dijo. «Odian nuestras libertades, nuestra libertad religiosa, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de voto y de reunión y nuestra libertad para no estar de acuerdo con otros». Con esto, a la gente se le está pidiendo que haga aquí dos actos de fe. El primero, que presuma que el Enemigo es aquél que el Gobierno americano dice que es, incluso si no dispone de ninguna prueba sustancial sobre la que apoyar su declaración. Y el segundo, que presuma, asimismo, que los motivos del Enemigo son los que el Gobierno de Estados Unidos dice que son, aunque tampoco haya ningún argumento válido sobre los que sostener una afirmación en tal sentido.

Debido a razones de naturaleza estratégica, militar y económica, para el Gobierno de los Estados Unidos resulta de vital importancia persuadir a su opinión pública de que se está atacando a su compromiso con la libertad y la democracia, además de a la forma de vida americana. En un clima como el existente en la actualidad, de enorme aflicción, desolación e ira, estas nociones son muy fáciles de difundir. Sin embargo, si todo esto fuera cierto, sería razonable preguntarse por qué los símbolos del dominio económico y militar americano -el World Trade Center y el Pentágono- fueron los que se escogieron como objetivos de los ataques. ¿Y por qué no la Estatua de la Libertad? ¿Podría ser que esa cólera estigia que llevó a perpetrar esos atentados tuviera su raíz principal no en la existencia de libertad y democracia en América, sino en el amplio historial de los gobiernos de los Estados Unidos de compromisos y apoyos a exactamente todo lo contrario, es decir, al terrorismo militar y económico, a la insurgencia, a las dictaduras militares, a la intolerancia religiosa y a un inimaginable genocidio (fuera de América)? Debe ser muy duro para los americanos corrientes, tan recientemente afectados por esos ataques, mirar con sus ojos inundados de lágrimas al resto del mundo y encontrarse con lo que a ellos les podría parecer indiferencia. Pero no es indiferencia. Se trata solamente de un augurio. De una ausencia total de sorpresa. De esa fatigada sabiduría que proviene de ser consciente de que lo que anda rondando, alguna vez habrá de llegar. El pueblo americano tiene que saber que no es a ellos a quienes se les odia, sino que las odiadas son las políticas de sus gobiernos. No pueden poner en duda que ellos mismos, sus extraordinarios músicos, sus escritores, sus actores, sus espectaculares deportistas y su cinemtografía son muy apreciados en todo el mundo. Todos nosotros nos hemos emocionado con el tremendo coraje y el saber estar demostrados por los bomberos, por las personas que se dedicaban a las labores de rescate e, incluso, por los oficinistas más corrientes, durante esos terribles días que siguieron a los atentados.

La aflicción de América por lo que ocurrió ha sido inmensa e inmensamente pública. Sería grotesco intentar calibrar o modular su angustia. Sin embargo, sería una pena que si, en lugar de aprovechar esta oportunidad para intentar comprender qué fue lo que motivó los acontecimientos del 11 de Septiembre, los americanos optasen por utilizarla como una oportunidad de usurpar esa aflicción que el mundo entero siente, para lamentarse y vengar esta tragedia a su modo y manera. Porque en tal caso, recaería sobre el resto de todos nosotros la responsabilidad de hacernos algunas preguntas muy duras y contestar con unas respuestas muy severas.

«COALICION INTERNACIONAL»

El mundo probablemente no sepa nunca qué fue lo que motivó a aquellos peculiares secuestradores para dirigir los aviones contra esos edificios americanos en particular. No eran gente que buscara la gloria. No dejaron ninguna nota como hacen todos los suicidas, ni tampoco ningún mensaje de carácter político; ninguna organización ha reivindicado los atentados. Todo lo que conocemos de ellos es su tremenda convicción acerca de lo que estaban haciendo, que supera por completo el instinto de conservación humano o cualquier deseo de permanecer en el recuerdo. Es casi como si no hubieran podido medir la enormidad de su rabia, llevándola, así, a un nivel bastante inferior al de semejantes hazañas. Y lo que hicieron ha abierto una enorme brecha en el mundo, tal como lo conocíamos hasta ahora. En ausencia de información, los políticos, los comentaristas políticos y los escritores (como yo misma) revestirán estos atentados de sus propias políticas y con sus propias interpretaciones. Pero toda esta especulación y todos los análisis que se hagan sobre el clima político en que los ataques tuvieron lugar, sólo pueden traer cosas buenas.

La guerra amenaza con ser de enormes dimensiones. Todo cuanto quede por decir sobre ella habría que decirlo lo más rápidamente posible. Antes de que América empuñe el timón de la coalición internacional contra el terror, antes de que invite (y coaccione) a otros países a participar activamente en esa misión cuasi divina -llamada operación 'justicia infinita', hasta que les avisaron de que este nombre se podría interpretar como un insulto a los musulmanes, quienes creen que Alá es el único que puede alcanzar la justicia infinita, por lo que se la rebautizó con el nombre de libertad duradera- sería de gran utilidad hacer algunas pequeñas aclaraciones. Por ejemplo, justicia infinita/libertad duradera, ¿para quién? ¿Es una guerra contra el terror en América o contra el terrorismo en general? ¿Qué es exactamente lo que hay que vengar aquí? ¿Es la trágica pérdida de casi 7.000 vidas, el haber hecho picadillo más de un cuarto de millón de metros cuadrados de oficinas, la destrucción de una sección del Pentágono, la pérdida de varios centenares de miles de puestos de trabajo, la bancarrota de algunas compañías aéreas o la caída de la Bolsa de Valores de Nueva York? ¿O es algo más que todo eso? En 1.996, a Madeleine Albright, a la sazón secretaria de Estado, le preguntaron en una televisión de alcance nacional qué sentía en relación con el hecho de que 500.000 niños iraquíes hubieran muerto a consecuencia de las sanciones económicas impuestas por los Estados Unidos. Ella replicó que había sido «algo muy duro» pero que, teniendo en consideración todos los aspectos de la cuestión, «creemos que es un precio que valía la pena pagar». Albright nunca perdió su trabajo por decir algo así. Continuó viajando por el mundo representando los puntos de vista y las aspiraciones del Gobierno de los Estados Unidos. Las sanciones contra el gobierno iraquí continúan aplicándose de manera más implacable aún. Y los niños continúan muriéndose.

Y aquí está el problema. En la equívoca distinción entre civilización y salvajismo, entre masacre de gente inocente o, si se prefiere, colisión entre civilizaciones y daños colaterales. La sofisticada y fastidiosa álgebra de la justicia infinita. ¿Cuántos iraquíes muertos más hacen falta para que el mundo se convierta en un lugar mejor? ¿Cuántos afganos por cada americano muerto? ¿Cuántas mujeres y niños por cada hombre muerto? ¿Cuántos mujaidines por cada banquero de inversiones muerto? Mientras que nosotros la contemplamos embelesados, la operación libertad duradera se despliega por todos los aparatos de televisión del mundo. Una coalición de las superpotencias del mundo se está abatiendo sobre Afganistán, uno de los países más pobres, más estragados y con más lágrimas derramadas debido a la guerra de todo el mundo, cuyo actual gobierno talibán está sirviendo de refugio a Osama bin Laden, el hombre a quien se le viene achacando la responsabilidad de los atentados del 11 de septiembre.

En Afganistán, lo único que actualmente se podría contabilizar como un valor colateral es su ciudadanía. (Entre ella, medio millón de huérfanos mutilados. Se dan verdaderas estampidas de niños cojeantes cuando se lanzan desde el aire prótesis artificiales sobre sus remotos e inaccesibles villorrios). La economía de Afganistán está que arrastra los pies. De hecho, el problema para un ejército invasor es que Afganistán no tiene unas coordinadas convencionales o unos determinados hitos que se puedan reflejar en los mapas militares: no existen grandes ciudades, no hay autopistas, ni tampoco complejos industriales o plantas de tratamiento de aguas. Las granjas se han convertido en cementerios de masas. Los campos están sembrados de minas, unos 10 millones según estimaciones recientes. El Ejército norteamericano tendría primero que limpiarlos de minas y, después, construir carreteras para llevar a sus soldados hasta allí.

Temerosos de un ataque americano, un millón de ciudadanos han abandonado sus hogares, llegando hasta la frontera entre Pakistán y Afganistán. Las Naciones Unidas estiman que hay unos ocho millones de ciudadanos afganos necesitados de ayuda de emergencia. Puesto que los suministros se han cortado -se ha pedido a las organizaciones no gubernamentales dedicadas a proporcionar alimentos y prestar socorro que abandonen la zona- la BBC se ha visto obligada a informar que ha comenzado uno de los peores desastres humanitarios de los últimos tiempos.

Testigos de la infinita justicia de este nuevo siglo: los civiles muriendo de hambre mientras emplean su tiempo en esperar a que les maten.

En América ha habido algunas conversaciones muy serias sobre bombardear Afganistán hasta devolverlo a la edad de piedra. Por favor, que alguien dé la noticia urgente de que Afganistán ya está allí. Y por si sirve de consuelo a alguien, América no desempeñó, precisamente, un papel menor en ayudarle a que lo consiguiera. El pueblo norteamericano puede que se trabuque bastante a la hora de decir dónde se encuentra Afganistán (se oye decir que hay una gran demanda de mapas del país), pero el Gobierno de los Estados Unidos y Afganistán son viejos amigos.

LA CIA EN AFGANISTAN

En 1.979, tras la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética, la CIA y el ISI (Inter Servicios de Inteligencia) paquistaní lanzaron la mayor operación secreta de toda la historia de la CIA. Su propósito era aprovechar toda la energía de la resistencia afgana ante la invasión soviética y expandirla hasta llegar a una guerra santa, una jihad islámica, que lograra que se unieran a ella las repúblicas musulmanas de la propia Unión Soviética y se volvieran contra el régimen comunista hasta conseguir finalmente desestabilizarlo. Cuando empezó aquella guerra, se creía que ésta sería el Vietnam de la Unión Soviética. Pero fue mucho más que eso. Durante varios años, y a través del ISI, la CIA reclutó casi 100.000 mujaidines radicales en 40 países islámicos diferentes, para enviarlos en calidad de soldados a esa guerra que América estaba librando por poderes. Ni los oficiales mujaidines ni sus tropas fueron nunca conscientes de que estaban luchando, de hecho, a favor del Tío Sam. (La ironía es que América tampoco sabía que estaba financiando un guerra futura contra sí misma).

En 1.989, y tras verse desangrados por 10 años de implacable conflicto, los rusos abandonaron, dejando detrás de sí una civilización absolutamente reducida a escombros.

La guerra civil en Afganistán continuó. La jihad se extendió hasta Chechenia, Kosovo y, finalmente, llegó a Cachemira. La CIA continuaba dando dinero y equipamiento militar, pero los gastos generales eran inmensos y se necesitaba más dinero aún. Los mujaidines ordenaron a todos los granjeros del país que cultivasen opio, a título de impuesto revolucionario. El ISI instaló cientos de laboratorios de heroína a todo lo largo y ancho de Afganistán. A los dos años de la aparición de la CIA, la zona de la frontera entre Afganistán y Pakistán se había convertido en la mayor productora de heroína del mundo y en la única fuente de aprovisionamiento de dicha droga del comercio callejero americano. Se estima que los beneficios anuales ascendían a sumas que estaban entre los 100 y los 200 mil millones de dólares, que posteriormente revertían en armamento y entrenamiento para los militantes.

En 1.995, los talibán -por aquel entonces, una secta marginal de peligrosos fundamentalistas de la línea más dura- hicieron su propia guerra para alcanzar el poder en Afganistán. Fueron financiados por el ISI, esa vieja cohorte de la CIA, y los apoyaron muchos partidos políticos de Pakistán. Los talibán, una vez en el poder, desataron un régimen de terror. Sus primeras víctimas fueron su propio pueblo, particularmente las mujeres. Cerraron las escuelas para niñas, echaron a las mujeres de sus trabajos en la Administración del Estado y las obligaron a seguir la sharia, bajo la cual las mujeres consideradas inmorales son lapidadas hasta la muerte y las esposas consideradas culpables de adulterio son enterradas vivas. Dado el impecable récord del gobierno talibán en todo cuanto se refiere a la observación de los derechos humanos, es muy poco probable que se vaya a sentir intimidado o disuadido, de alguna manera, de sus propósitos ante la perspectiva de una guerra o de cualquier otra amenaza que pudiera cernirse sobre las vidas de su población civil.

Y tras haber ocurrido todo esto, ¿puede haber mayor ironía que Rusia y América dándose la mano para volver a destruir Afganistán? La cuestión es, simplemente, ¿se puede destruir la destrucción? Lanzar más bombas sobre Afganistán solamente servirá para revolver en los escombros, para remover sus viejas tumbas y para molestar a los muertos.

El paisaje desolado de Afganistán fue el cementerio del comunismo soviético y el trampolín de un mundo unipolar dominado por América. Hizo sitio al neocapitalismo y a la globalización empresarial, también dominados por América. Y ahora Afganistán se presenta como la tumba de esos improbables soldados que lucharon y ganaron esta guerra para América. ¿Y qué ocurre con el fiel aliado de América? Pakistán también ha sufrido enormemente. El Gobierno de los Estados Unidos nunca ha sentido el menor pudor a la hora de apoyar a esos dictadores militares que han evitado sistemáticamente que arraigara en el país cualquier idea de naturaleza democrática. Antes de que llegara la CIA, en Pakistán había un pequeño mercado rural de opio. Entre 1.979 y 1.985, el número de adictos a la heroína creció de cero a un millón y medio. Antes incluso del 11 de septiembre, ya había tres millones de refugiados afganos viviendo en tiendas de campaña a todo lo largo de la frontera. La economía paquistaní está desmoronándose. La violencia sectaria de los programas de ajuste global y de los señores de la droga están haciendo trizas el país. Instalados con el fin de luchar contra los soviéticos, los campos de entrenamiento para terroristas y las madrasas se esparcen, como un dragón de mil cabezas, por todo el país, fabricando fundamentalistas que ejercen una tremenda atracción popular dentro del mismo Pakistán. Los talibán, a quienes el propio gobierno de Pakistán ha apoyado, financiado y apuntalado durante años, mantienen importantes alianzas materiales y estratégicas con diversos partidos políticos paquistanís.

LA VISION DE LA INDIA

Ahora, el Gobierno de los Estados Unidos solicita (¿solicita?) a Pakistán que controle a la mascota a la que durante tantos años anduvo azuzando él mismo. El presidente Musharraf, tras haber prometido su apoyo a los Estados Unidos, se podría encontrar entre las manos con algo muy parecido a una guerra civil. La India, gracias en parte a su geografía y en parte a la visión de sus anteriores líderes, ha tenido hasta ahora la fortuna de verse fuera de esta gran partida. Si se hubiera visto inmersa en ella, lo más probable sería que nuestra democracia, tal como es, no hubiera podido sobrevivir. Hoy en día, y mientras algunos de nosotros lo contemplamos con auténtico horror, el Gobierno de la India anda meneando furiosa e insinuantemente sus caderas y rogando a los Estados Unidos que instalen allí sus bases, en lugar de hacerlo en Pakistán. Habiendo podido presenciar desde una butaca de la primera fila, tal y como lo ha hecho, el sórdido destino de Pakistán, resulta, no ya extraño, sino absolutamente inimaginable que la India pueda desear algo así. Cualquier país del tercer mundo, con una frágil economía y una base social compleja, debería saber a estas alturas que invitar a entrar en su país a una superpotencia como la americana (tanto si se le dice que se puede quedar como que se limite, simplemente, a pasar por ahí) sería algo semejante como invitar a un ladrillo a que pase a través del cristal de una ventana. En esta operación libertad duradera se está combatiendo, ostensiblemente, para defender la forma de vida americana. Pero acabará por minarla completamente. Y engendrará más ira y más terror por todo el mundo. Para la gente corriente de América, significará vivir la vida en un clima de incertidumbre enfermiza: ¿Estará mi hijo a salvo en su colegio? ¿Habrá una bomba en el vestíbulo del cine? ¿Podrá volver a casa mi mujer esta tarde? Han aparecido ya advertencias alertando sobre la posibilidad de que haya una guerra biológica: viruela, peste bubónica, ántrax , mortales cargas estas que puede transportar cualquier inocua avioneta de fumigación. Con varias de ellas descargando al mismo tiempo, los resultados podrían llegar a ser peores que ser aniquilados de una sola vez por una bomba nuclear.

El Gobierno de los Estados Unidos y, sin duda, todos los gobiernos de todo el mundo, van utilizar este clima de guerra como una excusa para recortar las libertades civiles, para dejar en suspenso la libertad de expresión, para enviar trabajadores al paro, para acosar a las minorías étnicas y religiosas, para cercenar el gasto social público y para desviar enormes sumas de dinero a la industria militar. ¿Y con qué propósito? El presidente Bush no puede librar al mundo de malhechores, como tampoco tratar de llenarlo de santos. Sería absurdo que intentara, tan siquiera, entretenerse durante un rato contemplando la idea de que puede librarse del terrorismo empleando para ello más violencia y opresión aún. El terrorismo es el síntoma, no la enfermedad. El terrorismo no tiene patria. Es un empresa transnacional, tan global como Coca Cola, Pepsi o Nike. A la primera señal de que pueda existir algún problema, los terroristas pueden levantar el campo y trasladar sus fábricas de un país a otro, buscando un sitio mejor. Igual que las multinacionales.

El terrorismo es un fenómeno que podría no desaparecer jamás. Pero para poder contenerlo, el primer paso lo tendría que dar América, reconociendo que comparte el planeta con otras naciones, con otros seres humanos, quienes, aún cuando no aparezcan en las pantallas de la televisión, tienen sus amores y sus penas, sus historias, sus canciones y sus tristezas y, por Dios bendito, también sus derechos. En lugar de esto, cuando se le preguntó a Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, a qué se le podría llamar alcanzar la victoria en esta nueva guerra, contestó que si él podía convencer al mundo de que se debe permitir a los americanos continuar con su forma de vida, él ya consideraría eso como una victoria.

Los atentados del 11 de septiembre fueron una monstruosa advertencia de que el mundo marcha horriblemente mal. Ese mensaje lo podría haber escrito Bin Laden (¿quién sabe?) y haberlo repartido sus correos, pero también podría ir firmado por los fantasmas de las víctimas de la antiguas guerras de América. Me refiero a los millones de muertos habidos en Corea, Vietnam y Camboya, los 17.500 muertos que se produjeron cuando Israel apoyado por los Estados Unidos invadió el Líbano, los 200.000 iraquíes fallecidos en la operación tormenta del desierto, los miles de palestinos que han muerto luchando contra la ocupación de la Franja Oeste. Y a los millones de muertos de Yugoslavia, Somalia, Haití, Chile, Nicaragua, El Salvador, la República Dominicana, a manos de terroristas, dictadores y genocidas a quienes el Gobierno de los Estados Unidos apoyó, entrenó, pagó y suministró armamento. Y todo esto está muy lejos de ser una lista exhaustiva.

LOS HORRORES QUE VIENEN

Para haber formado parte de un país tan involucrado en tantas guerras y conflictos, la población americana ha tenido mucha fortuna. Los ataques del 11 de septiembre fueron solamente los segundos habidos en suelo americano durante más de un siglo. El primero fue en Pearl Harbour. Las represalias por aquel ataque le costó tener que hacer un largo camino, pero se acabó en Hiroshima y Nagasaki. En esta ocasión, el mundo espera sobrecogido los horrores que habrán de llegar. Alguien dijo recientemente que si Osama bin Laden no existiera, América tendría que inventarlo. Pero, de alguna manera, América lo ha inventado en realidad. El se encontraba entre aquellos mujaidines que se desplazaron a Afganistán, cuando la CIA comenzó a sus operaciones en aquella zona. Bin Laden ostenta el dudoso honor de haber sido creado en su momento por la CIA y de ser requerido ahora por el FBI. En el curso de una quincena solamente ha sido promovido del puesto de simple sospechoso a ocupar el de sospechoso principal y aparecer en todos los carteles que rezan vivo o muerto, todo ello a pesar de la aparente ausencia de cualquier clase de prueba real en su contra.

Cualquiera que sea el punto de vista desde el que se contemple, va a resultar totalmente imposible reunir pruebas (de la clase que se exigiría en un tribunal) que vinculen a Bin Laden con los atentados del 11 de Septiembre. Hasta ahora, la prueba más incriminatoria que hay en su contra es que no ha condenado estos ataques. Por todo lo que se conoce sobre los lugares donde se pueda encontrar Bin Laden y sobre sus condiciones de vida en las que opera, aunque es totalmente posible que él no planeara ni dirigiera personalmente los atentados, él sería la figura que los inspiró, el cerebro de la gran empresa. La respuesta de los talibán ante la demanda de extradición de Bin Laden ha sido sorprendentemente razonable: preséntennos las pruebas y a continuación se lo entregaremos. Por su parte, la contestación de Bush ha sido que dicha demanda «no era negociable». (Mientras se habla tanto de la extradición de los cerebros, ¿podría la India solicitar la extradición de Warren Anderson desde los Estados Unidos? Él era el presidente de Union Carbide, la empresa responsable de la fuga de gas de Bophal que costó la vida a 16.000 personas en el año 1.984. Nosotros hemos recopilado todas las pruebas necesarias para ello. Está en todas los ficheros policiales. ¿Nos lo podrían entregar, por favor?).

¿QUIEN ES BIN LADEN?

Pero, ¿quién es Osama bin Laden? Permítanme decirlo de otra manera. ¿Qué es Osama bin Laden? El no es otra cosa que el secreto familiar de América. Es un doble siniestro del presidente americano. Es el hermano gemelo salvaje de toda esa gente que pretende ser maravillosa y civilizada. Ha sido esculpido a partir de la costilla sacada de un mundo llevado a la ruina por la política exterior americana: de su diplomacia de lanchas cañoneras, de su arsenal o vulgarmente llamada política de dominio de amplio espectro, de su fría indiferencia hacia las vidas que no fueran norteamericanas, de sus bárbaras intervenciones militares, de su apoyo a regímenes dictatoriales y despóticos, de su implacable agenda económica que ha masacrado las economías de los países pobres como si fueran una nube de langostas. Sus merodeantes empresas multinacionales arruinan el aire que respiramos, el suelo que pisamos, el agua que bebemos y las ideas sobre las que pensamos. Ahora que se ha revelado su secreto de familia, se desdibujan los perfiles de los hermanos gemelos, se convierten gradualmente en intercambiables. Sus pistolas, sus bombas, su dinero y sus drogas han estado yendo y viniendo de un lado a otro durante un buen tiempo. (Los misiles Stinger que darán la bienvenida a los helicópteros americanos se los suministró la CIA. La heroína que consumen los adictos norteamericanos procede prácticamente toda de Afganistán. La Administración Bush concedió recientemente una ayuda de 4,3 millones de dólares para apoyarles en su guerra contra las drogas). Ahora, Bush y Bin Laden han empezado, incluso, a prestarse su propia retórica. Cada uno de ellos se refiere al otro como la cabeza de la serpiente. Ambos invocan a Dios y emplean la desgastada y milenaria moneda del Bien y del Mal como términos de referencia recíproca. Ambos están involucrados en crímenes políticos inequívocos. Ambos están peligrosamente armados, uno con un arsenal nuclear de una obscena capacidad de destrucción y el otro con el poder incandescente y también destructivo que la más absoluta desesperanza. La bola de fuego y el trozo hielo. El mazo y el hacha. Lo más importante para todos es tener muy presente que ninguno de los dos nos vale como alternativa aceptable

El ultimátum del presidente Bush a toda la población del mundo -«si no estáis con nosotros, estáis contra nosotros»- es una muestra de su presuntuosa arrogancia.

No es una elección que la gente quiera, necesite o tenga que hacer.


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