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La guerra contra las drogas en Bolivia
MAS VINO VIEJO EN ODRES VIEJOS
Sacha Sergio Llorenti Soliz*

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En diciembre de 2001, Casimiro Huanca, Secretario Ejecutivo de una de las seis federaciones de productores de la hoja de coca del Trópico de Cochabamba, encabezaba un grupo de cocaleros que protestaba en contra de los programas de desarrollo alternativo impuestos en la zona. Decenas de campesinos exhibían en la vera del camino los productos que jamás pudieron alcanzar un mercado, cuando un grupo de militares irrumpió durante la pacífica demostración y golpeó a varios de los manifestantes. Según los testigos, minutos después, varios efectivos militares identificaron al alto dirigente cocalero y sin mediar ningún incidente lo ejecutaron.

La muerte de Huanca levantó una ola de protestas entre organismos de defensa de los derechos humanos y otros sectores de la sociedad que veían como la espiral de violencia se acrecentaba en la zona. La autoridades correspondientes informaron el inició de una "investigación pormenorizada" y la individualización de los responsables de estos hechos. Sin embargo, el caso fue remitido a la jurisdicción militar y el crimen quedo sin castigo.

Los informes de derechos humanos aseguran que el asesinato de Casimiro Huanca no fue un hecho aislado sino que consiste un eslabón más en la larga cadena de violaciones a los derechos humanos en la zona. Desde que empezaron los planes de represión en contra de los productores de la hoja de coca más de cinco decenas de campesinos murieron en manos de policías y militares. Se registraron a más de medio millar de personas heridas y cinco mil personas detenidas indebidamente. Asimismo, se reportaron decenas de casos de tortura con patrones que hacen concluir que existe un alto grado de sistematicidad.

Todos estos casos fueron registrados y debidamente denunciados. En todos estos casos las autoridades de los distintos gobiernos anunciaron investigaciones que jamás concluyeron. En todos estos casos existió una deliberada ausencia de intervención de los organismos jurisdiccionales que, violando compromisos internacionales, nunca sancionaron a los responsables, pese a que en algunos casos estaban plenamente identificados. En todos estos casos, el Estado guardo un silencio cómplice, confirmando la hipótesis que señala que tanto la violencia estatal como la impunidad son simplemente dos caras de una misma medalla. Dos fenómenos que se retroalimentan y requieren de una mutua convivencia. Dos realidades que son una y trascienden los análisis meramente jurídicos.

Pero la violencia que se traduce en miles de víctimas de una guerra declarada más allá de los Andes, es sólo una pieza del complejo y ubicuo rompecabezas que constituye la denominada "guerra contras las drogas". En ese sentido, la violencia traducida en muertos, heridos y torturados no es casual sino que es parte de un proyecto lúcido que refuerza las relaciones coloniales y de dependencia política y económica.

Desde que Richard Nixon declarara "la guerra contra las drogas" a finales de los años sesenta, reforzada por la declaratoria de amenaza a la seguridad interna de los Estados Unidos a la producción, tráfico y consumo de drogas realizada durante el segundo gobierno de Ronald Reagan, las relaciones entre los Estados Unidos y Bolivia están "narcotizadas".

La imposición de políticas públicas, la descarada intromisión en asuntos internos, el desprecio y la desconfianza del poderoso han marcado las relaciones bilaterales entre ambos países, signadas por la adicción de los distintos gobiernos bolivianos a los recursos provenientes de la "ayuda" condicionada de los Estados Unidos traducida en un espacio casi nulo de acción soberana de Bolivia y en la casi ciega obediencia de los designios impuestos desde el Departamento de Estado, la DEA, NAS, CIA, etc..

Durante la década de los años setenta, el gobierno de los Estados Unidos apoyo el golpe de Estado y el gobierno de siete años del entonces coronel Hugo Banzer Suárez, un militar egresado de la Escuela de la Américas y responsable de la violación sistemática y generalizada de los derechos humanos. En estos años, por un lado la producción de coca y el tráfico de cocaína creció en dimensiones nunca antes vistas y por otro, se denunció la consolidación de una grupo social vinculado a la dictadura y enriquecido por el negocio del narcotráfico. Por entonces, la guerra contra el comunismo (léase movimientos populares) era prioritaria y para tal efecto la vinculación con el narcotráfico no era un escollo.

Del mismo modo, en los años posteriores se denunciaron vínculos norteamericanos con la denominada "narcodictadura" del Gral. Luis García Meza y del Crnl. Luis Arce Gómez, ambos encarcelados. Una vez recuperada la democracia en 1982, todos los gobiernos constitucionales se sometieron a la política norteamericana. Durante la segunda mitad de la década de los años ochenta, fundamentalmente durante el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, empezó la participación directa de tropas estadounidenses en acciones antidrogas sin el cumplimiento de las formalidades legales que prevén la autorización expresa del Congreso boliviano. Asimismo, se denunció la participación directa de agentes de la DEA en la represión de productores de la hoja de coca en las masacres de Parotani y de Villa Tunari en 1987.

Mientras los agentes de la DEA rondaban las selvas bolivianas, en 1986 un científico boliviano descubrió una inmensa fábrica de cocaína denominada Huanchaca y fue asesinado en el acto. Algunas investigaciones determinaron que las ganancias de la fábrica eran usadas por la propia Central de Inteligencia Norteamericana para conseguir fondos que luego se utilizarían para comprar armamento y financiamiento a favor de la contra nicaragüense en el escándalo conocido como Irán - contras. Tanto la muerte del científico boliviano como los entretelones de la fábrica de Huanchaca fueron investigados por el diputado boliviano Edmundo Salazar, también asesinado.

Durante la misma época el gobierno de los Estados Unidos impuso al boliviano la promulgación de una ley antinarcóticos, conocida como ley 1008. Esta ley no sólo crea un subsistema penal para reprimir a narcotraficantes, sino que además señala las zonas en las que la plantación de coca es legal y para el uso tradicional e industrial con una extensión de 12.000 hectáreas, declarando ilegales las áreas sobrantes. La misma ley señala que para que se puedan erradicar las plantaciones de coca de los pequeños productores, ésta debe realizarse previa compensación y con otorgando al campesino una alternativa de producción para sustituir los cultivos ilícitos. Esta ley fue denunciada ante instancias internacionales de violar derechos y garantías previstos por normas internacionales de derechos humanos.

El jefe del siguiente gobierno, Jaime Paz Zamora, fue acusado y uno de sus dirigentes más importantes encarcelado por tener vínculos con conocidos narcotraficantes. Posteriormente, Gonzalo Sánchez de Losada presidente entre 1993 y 1997 profundizó la política que privilegia la represión destinada a la erradicación forzosa de cultivos de coca que produjo gravísimas violaciones a los derechos humanos. Asimismo, llevó adelante una política de compensación que no fue acompañada del tan publicitado desarrollo alternativo.

Después de dos décadas, en 1997 el dictador Banzer vuelve al poder, esta vez gracias los acuerdos interpartidarios. Durante ese años promueve una inicativa para sacar a Bolivia del denominado circuito coca - cocaína durante los cinco años de su mandato constitucional. Esa iniciativa fue bautizada con el paradójico nombre de "Plan Dignidad". Esta propuesta incluía teóricamente cuatro pilare: El Desarrollo Alternativo como base de toda la propuesta; La erradicación de los cultivos pertenecientes a los pequeños productores vía participación de las Fuerzas Armadas; La Interdicción; y la Prevención.

Pese a que el presupuesto previsto señalaba un monto superior a los 900 millones de dólares y que de ese monto 700 estarían destinados al Desarrollo Alternativo, los hechos demostraron que en realidad que la verdadera política estaba destinada a priorizar la erradicación militarizada, atacando el eslabón más débil de la cadena: los pequeños productores. Después de los cinco años de ejecución del eufemista plan, menos de 200 millones de dólares llegaron a nuestro país destinados para el Desarrollo Alternativo y mucho de ese dinero quedó estancado en la burocracia parasitaria de los organismos nacionales e internacionales dedicados al asunto. Los informes independientes sobre el Desarrollo Alternativo concluyen que este fue un fracaso y donde existe sólo puede ser tomado en cuenta como proyectos piloto con una incidencia menor en la vida de los productores pobres.

Antes de la puesta en vigencia del Plan Dignidad, Bolivia contaba con más de 40.000 hectáreas de plantaciones de hoja de coca y con más de 30.000 familias de cocaleros en la zona del trópico de Cochabamba. A cinco años de la ejecución del plan, quedan aproximadamente 7.000 hectáreas en la mencionada zona y 2.000 excedentarias en los Yungas del departamento de La Paz. Esta dramática reducción ha sido difundida como una de las victorias de los Estados Unidos en su guerra contra las drogas. Sin embargo, en términos globales no hubo tal reducción porque lo que se erradicó en Bolivia se plantó en Colombia.

La guerra contra las drogas, calificada como uno de los capítulos más recientes en la historia de la estupidez humana, descansa su táctica y estrategia en que su peso, con la implicancia en vidas humanas y sufrimiento de amplios sectores de la población, descansa sobre las espaldas de los países más pobres y dentro de éstos sobre las espaldas de los más pobres: los cocaleros.

En Bolivia estas decenas de miles de familias, como la de Casimiro Huanca, dedicadas al cultivo de la hoja de coca son en realidad producto de un sistema que expulsa continuamente a muchos ciudadanos. Los primeros flujos migratorios que se dirigieron a la zona del trópico de Cochabamba son resultado de las sequías y de la pobreza de zonas con índices de desarrollo humano sólo comparables a los del Africa subsahariana. Este conjunto de habitantes se alimentó con las políticas de despido masivo que trajeron las políticas de ajuste estructural y de la imposición de la economía de mercado. Ahora, son los mineros despedidos a mediados de la década de los años ochenta y sus descendientes los que pueblan esta región.

Si bien sus condiciones de vida son relativamente mejores a las de otros campesinos bolivianos debido a los precios de la hoja de coca, éstos no han salido de la pobreza y todavía piensan en migrar. No han satisfecho sus necesidades básicas y los índices de salud, educación y servicios básicos no condicen con una vida acorde con la dignidad humana.

Sin embargo, producto de la fuerte herencia de organización sindical minera, los cocaleros están fuertemente organizados. Con más de seiscientos sindicatos constituyen una de las fuerzas sociales con mayor poder de movilización. Tal es así, que durante las últimas elecciones presidenciales y municipales han tenido una influyente presencia en la elección de 4 diputados campesinos de un total de 130 en 1997, y han alcanzado el poder en varios municipios de la zona. Sin lugar a dudas, la gran sorpresa la dieron este año cuando su líder principal, el cocalero Evo Morales, obtuvo el segundo lugar en las elecciones generales, consiguiendo más del 20 % de votos a nivel nacional y la segunda bancada parlamentaria más importante con más de 30 congresistas. La inesperada votación fue conseguida incluso a pesar de nuevas intromisiones de la delegación diplomática de los Estados Unidos que "advertía" no votar por Evo Morales porque amenazaba la "ayuda" que Bolivia recibe de ese país.

Esta victoria amplía el nivel de influencia y las posibilidades propositivas del movimiento cocalero ahora plegado a otras fuerzas progresistas del país. Su discurso ya no se limita a la defensa de la hoja de coca sino que ha fortalecido a la izquierda nacional sobre los fundamentos de los movimiento sociales, incluyendo en su propuesta la apertura del sistema político y la recuperación de los recursos naturales de manos extranjeras.

El nuevo posicionamiento del movimiento cocalero en particular y de los movimientos sociales en general pueden permitir a los bolivianos la posibilidad de iniciar un debate franco y verdaderamente digno sobre la denominada "guerra contra las drogas" y sus verdaderas consecuencias no sólo en los países pobres, sino también en la inmensa cantidad de adictos a las drogas en diversos lugares del globo. Esta oportunidad debe encarar en primera instancia la tesis deliberadamente equivocada que pretende acabar con la demanda de drogas atacando a la oferta, alimentado así los circuitos de violencia y corrupción de uno de los negocios más lucrativos del planeta que se alimenta gracias al prohibicionismo. Las miles de víctimas, como Casimiro Huanca, de una guerra que provoca más daños que las drogas en sí mismas, obligan a armar un rompecabezas con muchas piezas ocultas y a no verter más el viejo vino de la represión en los viejos odres del prohibicionismo.

Sacha llorenti es Miembro del Comité Ejecutivo de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia.


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