Escribir sobre la tragedia minera en Bolivia es una reiterada, penosa y sangrienta remembranza que nos lleva directamente a la tradición de un trágico sino histórico nacional, pero también, con no poco orgullo, al penúltimo icono de nuestra proverbial riqueza natural: el Estaño. El mineral que hizo nuestra memoria política y social del último siglo, un aspecto central de la épica de la Revolución de 1952 y cuyos resultados para bien y mal seguimos viviendo como país.
Y, ahora, luego de esa época histórica, mezcla de lucha social y fracaso de la administración estatal de la minería, una enésima tragedia -particularmente estúpida, desgraciada y en democracia-, no podemos dejar de pensar en sus dimensiones y en la profundidad con la que abraza al país entero. ¿Qué paso en Huanuni? Fue tan grave lo sucedido, que por respeto a su gravedad sólo debiésemos pensarlo en torno a nuestras responsabilidades ciudadanas y el derecho de soñar en otro país; pero escapando, radicalmente, de la otra miseria, la mediocridad y la falta de imaginación política, parte esencial de lo que acabamos de vivir.
En esa línea, reflexiva y de responsabilidad ciudadana, queremos dejar constancia de cuando menos cinco lecciones para asimilar lo sucedido y otear alternativas. Lo primero, ese horror -insisto; sangre y estupidez- nos acaba de mostrar la urgencia de plantearnos una esperanza compartida de otro país, que es la discusión de un Estado y sociedad hartos distintos de los que tenemos y que implica una firme voluntad de asumir cambios de fondo; esta actitud es esencial, en lo mínimo en que tenemos que estar de acuerdo es en la urgencia de cambiar, todos, unos y otros.
Segundo, el análisis de tamaña desgracia no puede reducirse al último cuarto de siglo, por más razones objetivas que hubiese para temporalizar así lo sucedido; si bien no puede olvidarse la impronta de quienes en ese tiempo pensaron resolver los temas estatales como cuestiones de meros joint ventures u otros negocillos internacionales, supuestamente milagrosos. El menor de los verdaderos horizontes de la problemática tiene que ver con el Estado del 52 y el mayor con el eterno desafío boliviano de explotar racional, rentable y sosteniblemente sus ingentes recursos naturales para construir un país.
Tercero, la cuestión de cómo plantear la explotación de los recursos naturales debe partir de una visión nacional que no la tenemos o que, cuando menos, no es la conocida, y que ello implicará redefinir los conocidos y fracasados roles del Estado, la institucionalidad pública y hasta de los sindicatos. Y, sobre todo, estar conscientes de que enfrentar esa problemática estructural es plantearse la creación de riqueza material y su distribución social y que ello no sólo es "negociación" entre sectores o la distribución física del recurso natural entre los vecinos inmediatos, por más justo que aquello pareciese; la cuestión es principalmente económica - productiva y su único rasero válido es mostrarla rentable económica y socialmente.
Cuarto, que parte de la complejidad de la crisis que vivimos es que estamos al medio de una ingesta ideológica que llega al extremo de amenazar la comunicación básica, la utilidad del lenguaje y que impide no sólo el debate, sino la misma concertación. Chocan los sentidos discursivos de quienes gobiernan ante un estado de crisis que obligó a las mayorías nacionales a tomar el gobierno con indiscutible legitimidad y que empieza, también con todo derecho, por expresar su enojo y amargura por tanta postergación y miseria; pero que mayormente sirve para el testimonio y poco para la gestión gubernamental. Al frente, los discursos conservadores incapaces de reconocer su responsabilidad en el desastre y dedicando su escasa imaginación política y social para hacer calculillos que protejan sus privilegios y ese sistema corrupto de administrar el Estado.
Lo fundamental es que, discursos y visiones sólo sirven para mostrar horizontes y nada más, entre el lugar real donde estamos -la tragedia de Huanuni- y la transformación estatal profunda necesitamos visiones alternativas y una enorme capacidad política para desarrollarlas; y cuya principal responsabilidad es gubernamental.
Quinto, que la paz y la anhelada concertación nacional, no son treguas, consensos o los famosos Acuerdos Nacionales a que nos acostumbraron en el último cuarto de siglo democrático. Ella no vendrá mientras no resolvamos estructuralmente las visiones antagónicas de país por la única tangente posible: un proyecto alternativo de país. La discusión de fondo, -sin soslayar la urgencia ética de procesar criminalmente a los responsables de los hechos-, es una cuestión estatal de carácter básico e implica centralmente la responsabilidad de la sociedad y de los ciudadanos; no sólo de los políticos, acá estamos todos.
Esta vez, el gran acuerdo sólo puede ser sobre la base de un plan de transformación profunda de la democracia, el Estado y la sociedad y esta posibilidad, agradezcámoslo, nos ofrece la mal comprendida Asamblea Constituyente; por supuesto lejos de esa idea politiquera de que es una cuestión de números quebrados o absolutos. Es una cuestión política de primer orden y sólo puede enfrentársela con imaginación, ideas revolucionarias y la consciencia que tenemos nuestro futuro a la mano pero que hay que construirlo.
Esto es lo menos que debemos a la tragedia minera de Bolivia.
(*) El autor es coordinador de la Unidad de Acción Política (UAP) en CIPCA Nacional.