Date: Thu, 18 Apr 2002
La conspiración contra Chávez
Por Ignacio Ramonet
Director del periodico Le monde diplomatique

Por primera vez en más de diez años, un golpe de
Estado militar ha intentado derrocar, el 11 de abril,
en América Latina, a un presidente democráticamente
elegido que trataba de poner en marcha un programa
moderado de transformación social. Los Estados Unidos
y el Fondo Monetario Internacional no pudieron
disimular su alegría durante las breves horas en que
parecía que Hugo Chávez había perdido el poder en
Venezuela.

Chávez no había mandado disparar contra los
manifestantes como lo clamaron mentirosamente algunos
canales de televisión (me refiero al montaje trucado y
falseado que Venevisión difundió mundialmente); las
pruebas existen al contrario, que los primeros
disparos partieron de francotiradores disimulados
entre los manifestantes golpistas contra los
partidarios de Chávez, entre los cuales se produjeron
los primeros cuatro muertos.

Este gravísimo golpe a la democracia, con su aspecto
caricatural (¡una junta militar presidida por el jefe
de la patronal!), hizo retroceder, durante 48 horas, a
todo el continente latino-americano a una era política
que pensábamos superada, los años del pinochetismo y
de la represión. Ha sido una terrible advertencia para
todo dirigente latinoamericano que intente oponerse al
modelo ultraliberal y critique la globalización. Esa
advertencia se dirige, en primer lugar, a Luiz Inacio
Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT) de
Brasil, que los sondeos colocan en cabeza de las
intenciones de voto para la próxima elección
presidencial de octubre.

Toda esta conjuración se veía venir. Estaba yo en
Caracas hace apenas una semana. Se percibía
inmediatamente una atmósfera de tensión extrema. El
golpe venía.

Venezuela posee una estructura de la riqueza
escandalosamente desigual. El 70% de la población vive
en la pobreza. Durante 40 años, dos partidos -Acción
Democrática (social- demócrata) y Copei
(demócrata-cristiano)- se habían repartido el poder y
la riqueza nacional. Los niveles de corrupción
alcanzaron dimensiones inauditas.

Mientras recorríamos de noche las calles de Caracas,
Hugo Chávez me decía que Venezuela había recibido,
desde 1960 hasta 1998, en ingresos de divisas por
venta de petróleo, el equivalente de unos 15 planes
Marshall. 'Con un único Plan Marshall', me decía
Chávez, 'se pudo reconstruir toda Europa destruida por
la Segunda Guerra Mundial. Y con 15 planes Marshall,
en Venezuela, sólo se ha conseguido que unos cuantos
corruptos hayan amasado algunas de la mayores fortunas
del mundo, mientras la mayoría de la población yace en
la miseria'.

Ese sistema de corrupción, combatido por Chávez, acabó
por derrumbarse en 1998. Los dos partidos AD y Copei
fueron barridos y desaparecieron. Chávez fue elegido
presidente con un programa de transformación social y
con el proyecto de hacer de Venezuela un país más
justo y menos desigual. Algunos pensaron que, como
tantos otros, una vez establecido en el poder, Chávez
se olvidaría de sus promesas y todo seguiría como
siempre. Pero este comandante, de origen muy humilde,
admirador de los grandes libertadores
latinoamericanos, estaba decidido a no defraudar a sus
electores, esos habitantes de los ranchitos que veían
en él la última esperanza para salir de la pobreza, la
incultura y la humillación. 'La lucha por la justicia,
la lucha por la igualdad y la lucha por la libertad',
me decía Chávez, 'algunos la llaman socialismo; otros,
cristianismo; nosotros la llamamos bolivarismo'.

Su Gobierno lanzó toda una serie de reformas sociales:
escuelas en los barrios olvidados, realizaciones en
favor de los indígenas, microcréditos para la pequeña
empresa, ley de tierras en favor de los campesinos sin
tierra, mejora de las infraestructuras en el interior
del país, etcétera. 'Hemos disminuido el desempleo',
me contaba Chávez. 'Hemos creado más de 450.000 nuevos
puestos de trabajo. En los dos últimos años, Venezuela
subió cuatro puestos en el Índice de Desarrollo
Humano. El número de niños escolarizados aumentó en el
25%. Más de 1,5 millones de niños que no iban a la
escuela están ahora escolarizados, y reciben ropa,
desayuno, comida y merienda. Hemos hecho campañas
masivas de vacunación en los sectores marginados de la
población. La mortalidad infantil disminuyó. Estamos
construyendo más de 135.000 viviendas para familias
pobres. Estamos repartiendo tierras a los campesinos
sin tierra. Hemos creado un Banco de la Mujer que
otorga microcréditos. En el año 2001, Venezuela fue
uno de los países con mayor crecimiento del
continente, cerca del 3%... Estamos sacando al país de
la postración y del retraso'.

A medida que estas reformas se ponían en práctica,
muchos de los que habían sostenido a Chávez dejaban de
apoyarlo. Lo trataban de 'caudillo' o de 'autócrata'
cuando nunca había reinado tal libertad. No había
ningún preso de opinión en el país. Pero la minúscula
clase rica y la clase media alta, esencialmente
blancas, como muchos intelectuales y periodistas,
veían con pavor la perspectiva de ver subir en la
escala social a la gente de color, cobriza o negra,
que aquí, como en toda América Latina, ocupa los
lugares inferiores de la sociedad. Habría que
compartir privilegios, y eso parecía inaceptable. 'Hay
un increíble racismo en esta sociedad', me decía
Chávez. 'A mí me llaman El Mono o El Negro, no
soportan que alguien como yo haya sido elegido
presidente'.

Así se llegó a la situación del 11 de abril. Una
situación de confrontación de clase contra clase. Por
un lado, el presidente Chávez, apoyado por una parte
mayoritaria del pueblo común; por el otro, una alianza
neoconservadora: la burguesía que ocupaba las calles
del barrio rico con cacerolas, apoyada por la
patronal; los medios de comunicación (prensa, radio y
televisión) ferozmente hostiles, mintiendo
descomunalmente, inventando rumores y calumnias,
falseando las evidencias; y la aristocracia obrera
(trabajadores del petróleo) movilizados por la CTV, el
sindicato considerado como más corrupto de América
Latina.

Esta alianza reaccionaria declaró una guerra sin
cuartel al presidente Chávez, con el apoyo de algunos
medios internacionales (por ejemplo, el canal CNN en
español) y con el sostén mal disimulado de los Estados
Unidos. Washington, en su voluntad de dominar el mundo
después del 11 de septiembre, no podía soportar, y así
lo dijo Colin Powell hace unas semanas, la
independencia diplomática recobrada de Venezuela, su
papel en la OPEP, su falta de apoyo al Plan Colombia,
sus buenas relaciones con Cuba, su actitud militante
contra la globalización neoliberal.

Hace unos meses, la Administración de Bush nombró
subsecretario de Estado para los Asuntos Americanos
-es decir, procónsul de Estados Unidos en América
Latina- a Otto Reich, antiguo colaborador de Reagan,
conspirador en el asunto Irán-Contra, experto en
organización de sabotajes y de atentados, especialista
en las artes de la contrarrevolución. Otto Reich ha
sido el arquitecto oculto de la conjuración contra
Chávez.

Estas malas intenciones de Estados Unidos, la víspera
del golpe, Hugo Chávez las percibía con insólita
lucidez: 'Lo de la huelga general del 9 de abril es
sólo una etapa de la gran ofensiva norteamericana
contra mí y contra la revolución bolivariana. Y
seguirán inventando cualquier cantidad de cosas. No te
extrañe que mañana inventen que yo tengo a Bin Laden
en Venezuela. No te extrañe que hasta saquen algún
documento demostrando con datos y pruebas que Bin
Laden y un grupo de terroristas de Al-Qaeda están en
las montañas de Venezuela. Preparan un golpe, y si
fracasan, prepararán un atentado'.

Ignacio Ramonet es director de Le Monde Diplomatique,
fundador de Attac y uno de los promotores del Foro
Social Mundial de Porto Alegre. 

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